Ana Blandiana:  «Ni la literatura ni la eternidad tienen ya demasiada importancia en Occidente»

Ana Blandiana: «Ni la literatura ni la eternidad tienen ya demasiada importancia en Occidente»





Ana Blandiana nació a los diecisiete años, cuando una adolescente llamada Otilia Valeria Coman (Timisoara, 1942), hija de un sacerdote ortodoxo considerado «enemigo del pueblo rumano», se agarró a un pseudónimo para lanzar al mundo sus primeros poemas. El secreto duró poco, poquísimo, y la joven pronto recibiría su castigo: le prohibieron publicar, también ir a la universidad, y la mujer –qué rápido se crece en la adversidad– acabó trabajando hasta de peón de obra. Era el año 1959. La dictadura la firmaba un tal Gheorghe Gheorghiu Dej. En las cárceles los presos transmitían versos en código morse para resistir al odio y a la locura. Este podría ser el final de su historia, y sin embargo es solo el principio. Mucho tiempo después, su traductora al español, Viorica Patea, lo dirá así: «Antes de ser un nombre conocido, Ana Blandiana fue un nombre prohibido». Y ella misma contará que aquel suceso le brindó la oportunidad del éxito: «Cuando al cabo de cuatro años volví a debutar en la poesía, porque la dictadura pasaba por fases de relativa distensión y de opresión, y finalmente salió a la luz mi primer libro, esta prohibición había dado a conocer mi nombre cuando yo no había hecho nada. Esto hizo que yo me beneficiara de un interés muy superior al que se le concede normalmente a los debutantes. Con un poco de humor podría incluso decir que no hay mal que por bien no venga».Su segundo debut fue ‘Primera persona del plural’, el primero de muchos libros: ’50 poemas’, ‘Octubre, noviembre, diciembre’, ‘Acontecimientos en mi jardín’, ‘La hora de arena’… Blandiana empezó a triunfar dentro y fuera de Rumanía, aprovechando que en sus primeros años Ceaucescu permitió una especie de liberación de las artes. Pero la censura volvió. En 1985, cuatro de sus poemas aparecidos en la revista ‘Amfiteatru’ fueron considerados subversivos. Uno de ellos, ‘Todo’ (Totul), que era un inventario de cosas que resumían la miseria del país (las cajas de cerillas, las colas para la harina, los escarabajos de la patata), se convirtió en un símbolo de la resistencia, y fue saltando de disidente en disidente en forma de samizdat. Era un tiempo en el que los poetas, cuenta Blandiana, eran famosos como estrellas del rock, porque la gente buscaba en las metáforas los últimos resquicios de libertad. Por eso se consideraban tan peligrosas. En 1988, Blandiana comparó a Ceaucescu con su gato, Arpagic, y el Estado retiró su obra de todas las librerías y bibliotecas del país. Ella acabó por reírse: «Mi gato se hizo famoso». Tras la caída del régimen, la escritora fundó y presidió la Alianza Cívica, una organización que luchó por la democracia e hizo posible la entrada de Rumanía en la Unión Europea. También levantó en la ciudad de Sighet el Memorial de las Víctimas del Comunismo y de la Resistencia, que lleva por lema una frase suya: «Mientras la justicia no logre ser una forma de memoria, la memoria en sí misma puede ser una forma de justicia». En fin, esta es Ana Blandiana, una poeta y un mito, una biografía y un sueño, una pregunta, una sonrisa, una libertad, un misterio. El jurado del premio Princesa de Asturias de las Letras, que recibirá en Oviedo el 25 de octubre, destacó de ella su «poesía anticomunista» y su «rebeldía sublime», pero su obra, ya verán, no puede reducirse a la resistencia. Tampoco al mundo. Lo dice en uno de los poemas de ‘El tercer sacramento’, un libro de 1969 que Visor publicará en español en unas semanas: «No me atrevo a cerrar los ojos ni un instante / por miedo / a aplastar el mundo entre los párpados, / a escuchar cómo se rompe haciendo ruido / como una avellana entre los dientes. / ¿Cuánto tiempo podré robarle aún sueño al sueño? / ¿Cuánto tiempo podré mantenerlo vivo?»—¿Usted sueña mucho?—No suelo soñar, y no sucede a menudo. Pero a veces tengo sueños insólitos y memorables. Todavía recuerdo los sueños de mi infancia, y recuerdo especialmente momentos de mi vida en los que soñé repetidamente el mismo sueño, que se convirtió en una pesadilla por repetición. Y también recuerdo que uno de mis relatos del libro ‘Proyectos del pasado’ (traducido al español), que se titula ‘Imitación de una pesadilla’, fue la transcripción palabra por palabra de un sueño. Recuerdo que me desperté asustada por la mañana y quise contarle a mi marido lo que había soñado. Pero él se negó a escucharme y me obligó a escribirlo, cosa que hice sentada en una mesa en el jardín durante las doce horas siguientes, hasta que me sorprendió ver que de nuevo se había hecho de noche y que ya no podía ver para escribir.—Lo preguntaba porque es una de las constantes de su obra. «Alguien sueña con nosotros / y es soñado a su vez / Por otro / Que es el sueño de un sueño / Preciso», escribe en ‘Genealogía’, que es casi una poética. ¿Estos sueños son siempre sueños o a veces son pesadillas?—Hay sueños hermosos y sueños feos, sueños exultantes y sueños deprimentes, las pesadillas también son sueños, que se desarrollan en otro plano, en otro estado de agregación. Pero todos los sueños contienen experiencias y acontecimientos que esperan, pero no consiguen, hacerse realidad.—Su padre fue encarcelado seis años tras la llegada al poder de los comunistas en 1945, y su familia vivió siempre bajo sospecha. ¿Qué recuerdos le quedan de la infancia? ¿Hasta qué punto le marcó el miedo?—He escrito a menudo que para mí la infancia no fue un paraíso. Los recuerdos de infancia que más tarde penetraron en mis relatos con reverberaciones fantásticas fueron mis miedos durante los allanamientos de nuestra casa, las detenciones de mi padre, la quema de libros que podrían haberse convertido en acusaciones. Ciertamente, todo esto se volcó también en la poesía, pero esta última siempre ha tenido –al menos en mi caso– la capacidad de defenderse de la épica, de cribar la escoria y preservar sólo lo que había de misterioso e indecible en el sufrimiento.—De alguna forma, la censura la ha perseguido toda la vida: con Gheorghe Gheorghiu Dej (1945-1965), con Ceaucescu (1965-1989)… ¿Cree que en Occidente protegemos lo suficiente la libertad? ¿La valoramos como es debido? —Precisamente porque he luchado contra la censura toda mi vida y he aprendido a defenderme de ella, cuando descubrí la corrección política hace un cuarto de siglo, me pareció que no podía ser una amenaza para quienes como nosotros hemos vivido el comunismo y hemos pagado un precio muy alto por nuestra inmunidad a este tipo de manipulación. Recuerdo conferencias y entrevistas en las que solía decir que sólo Occidente, cansado de su perezosa libertad, puede verse amenazado por esta imitación de dictadura, este terror ‘second hand’. Ahora sé que esto sólo es cierto para mi generación y que todos los que no han vivido la represión en primera persona –incluso los nacidos libres después de 1990 en el Este– son presa fácil de este movimiento irresponsable que nos hace dar un paso atrás en la historia con el pretexto de poder reescribirla. La libertad se gana a pulso y se pierde fácilmente y, reinventada por los intelectuales, la censura puede llegar a ser más peligrosa que la de los antiguos verdugos.—Durante el siglo XX, el poder combatió las diferentes formas de la cultura, porque de alguna manera la cultura importaba, aunque fuera para mal: era tan importante que había que controlarla. ¿Cree que hoy en día la cultura ha perdido ese estatus? Quiero decir: ¿a quién le importa la cultura hoy?—La cuestión de la relación entre cultura y poder existe, evidentemente, en todas las épocas y, es indudable, que en los tiempos de libertad es menos importante que en las épocas totalitarias. En libertad, el escritor decide la intensidad y el sentido de este vínculo, mientras que en una dictadura está ligado al tirano por una dependencia impuesta por este, ante la cual el escritor sólo puede determinar la dirección de su comportamiento: la sumisión o la rebelión. No se le concede la libertad de ser indiferente. Al mismo tiempo, puesto que en la mente colectiva el escritor está unido a la noción de posteridad, ya que soporta la carga de la perpetuidad, su poder reside en la sospecha y el temor de los demás ante el hecho de que sus páginas permanecen y dan testimonio. De este poder nace la ambición e incluso la obsesión del poder político por intentar manipular la eternidad, para contrarrestar así la amenaza perpetua que supone la literatura para cualquier estructura de poder. Podríamos decir, por tanto, que la importancia de la cultura en las dictaduras proviene de las ambiciones metafísicas de los dictadores, mientras que en una sociedad donde ‘time is money’, ni la literatura ni la eternidad tienen demasiada importancia.—Después de todo, uno de los momentos más trascendentales de su vida no lo marcó la política, sino la Tierra. En 1977, el edificio en el que vivía en el centro de Bucarest se derrumbó dejando sepultado a su marido varios días. Fue entonces cuando se trasladó a Comana, a una casa de campo. ¿Cómo fue aquello? —La importancia existencial del terremoto que se produjo en nuestras vidas (la mía y la de mi marido, cuando teníamos alrededor de 30 años) vino dada por la impresión de que deberíamos de haber perecido, de que nos habíamos salvado contra toda lógica y de que, de no haber intervenido el milagro, habríamos dejado atrás sólo dos libritos anticuados que ya no nos representaban. Cambiamos nuestras vidas, en las que la escritura había ocupado sólo una parte, por una vida en la que nada más importaba fuera de ella: dejamos la ciudad, abandonamos nuestra vida en las redacciones, en el mundo literario con su ajetreo cultural, y nos trasladamos al campo, donde podíamos contemplar todo mucho mejor y donde, más allá del estruendo de la historia, podíamos oír el tic-tac del tiempo.—Hay en su obra una presencia constante de la naturaleza más cercana, la que podríamos ver a través de la ventana: las aves, las plantas, las estrellas en la noche despejada. ¿Lo siente así?—Sí, pero es curioso cómo la importancia de la presencia de la naturaleza se ha incrementado con la edad, como si la mera contemplación de la naturaleza fuera una forma de sabiduría. Y quizá lo sea, ya que los antiguos griegos consideraban la contemplación como la única ocupación eminentemente divina. Una ocupación que, si los hombres consiguieran imitarla, podrían convertirse en «dioses mortales», como dijo Plutarco.—Usted escribe: «Todo lo natural es un milagro». ¿La naturaleza la acerca a Dios?—Me alegro de que haya reparado en esta frase que para mí es esencial. A lo largo de los años, en tiempos de crisis o de ‘impasse’, el descubrimiento de que todo lo natural es un milagro ha sido a menudo una forma de salvación, de curación. Porque –como en el caso de los grandes científicos que se convirtieron en místicos tras desentrañar los últimos misterios de la estructura de la materia–, para mí, más allá de este descubrimiento se encuentra el camino hacia el misterio que está en el centro de todas las cosas. Un misterio que para cada uno de nosotros tiene una definición diferente. Para mí, la definición de Dios es que nunca me siento sola.—¿Cree que cada poeta es un pequeño dios, en su capacidad creadora?—¿Dios? No, más bien el súbdito de un dios que le dicta lo que tiene que escribir.—En el prólogo de ‘El sueño dentro del sueño y otros poemas’, Viorica Patea afirma que el otoño es la estación preferida de su imaginario. ¿Hay belleza en ese apagamiento?—Cuando era pequeña me encantaba porque era la época cuando volvía al colegio después de las vacaciones, que finalmente acababan por aburrirme. Incluso me parecía injusto que el Año Nuevo no empezara el 1 de septiembre, como a mí me parecía que debía ser. Incluso ahora me gusta volver a estar con la gente después de la soledad del verano y de la escritura, pero es un placer consciente de su ambigüedad, porque sé que se avecina un tiempo en el que todo decae y desaparece, y la decadencia es otra forma de belleza, y la desaparición otra forma de paz y felicidad después del estruendo.—Su poema ‘Todo’ (Totul), se convirtió en un éxito entre la disidencia al régimen de Ceaucescu. De alguna manera, la poesía se convirtió en una forma de resistencia frente al comunismo. Ahora, ¿contra qué resiste la poesía? ¿Sigue siendo un territorio de libertad?—Sí, creo que la poesía sigue siendo y será siempre un territorio de libertad por la sencilla razón de que el misterio que representa es en sí mismo una forma de libertad. Hoy se opone con su sola presencia a las limitaciones y los vicios de la sociedad de consumo, al odio y a la violencia que degradan la libertad, a las manipulaciones que la pervierten.—En 1993 creó con su marido, el escritor y periodista Romulus Rusan, el Memorial de las Víctimas del Comunismo y de la Resistencia. Su lema es una frase suya, casi un deseo: «Mientras la justicia no pueda ser una forma de memoria, solo la memoria puede ser una forma de justicia». ¿Es ya la justicia una forma de memoria?—La memoria ha conseguido funcionar como una forma de justicia, como lo demuestran las decenas de miles de visitantes del Memorial, que se ha convertido en una institución internacional y está siempre abarrotado de jóvenes. En cuanto a la justicia, no ha tenido prisa por convertirse en memoria. Hace quince años todavía existía una lista con doscientos nombres de antiguos verdugos que seguían vivos e impertérritos. Pero el tiempo ha cumplido su labor con su fluir, y cuando la justicia decidió ponerse manos a la obra, hace unos tres años, aún había cuatro inculpados y sólo uno de ellos acabó en la cárcel antes de morir.—En uno de sus poemas (‘Yo creo en las nubes’), hace referencia a la balada ‘El maestro Manole’, la historia de un artesano encargado de levantar un monasterio que se derrumba todas las noches. Solo sacrificando a su mujer consigue levantar su edificio. ¿Todo acto de creación exige un sacrificio? ¿Qué ha sacrificado usted por la literatura?—A mí misma, la vida de la que no queda nada más allá de la escritura. No parece un sacrificio demasiado grande porque la escritura abarca en sí misma todo el mundo, si no fuera porque el sacrificio se produjo antes de saber lo que abarcaba, cómo habría sido la vida vivida simplemente, qué acontecimientos, qué alegrías, qué placeres cuya definición ni siquiera sospecho hubiera abarcado la vida a la que renuncié desde el principio, así que no fue una cuestión de elección. Empecé a hacer versos antes de saber leer o escribir.—A estas alturas, ¿a qué rutina se agarra? ¿Sigue escribiendo?—Claro que sigo escribiendo, puesto que sigo viva, la semana pasada entregué al editor un libro de poemas que acabé este verano, ‘Entre dos eternidades’. Pero la rutina a la que usted se refiere no incluye la escritura que disuelve la rutina, sino la vida social, cultural, pública, siempre pública, los innumerables encuentros, debates, entrevistas, polémicas, todo en un escaparate donde los lectores buscan ver la persona cuya voz han descubierto en los libros y sólo descubren a una persona intimidada por su propio nombre. Esta especie de rutina de la vida, que se ha incrementado con el ajetreo, me produce la sensación de que intento seguir el ritmo de mi nombre mientras este deambula solo por el mundo.—En una semana recogerá el premio Princesa de Asturias. ¿Podría avanzar algo sobre su discurso?—No creo que sea una buena idea, porque la repetición destruye no sólo la sorpresa, sino también la intensidad. Todo lo que puedo decirle es que hablaré de la conexión entre la poesía y el sufrimiento, la resistencia, la salvación, España e incluso la realeza.

Fuente: www.abc.es